Era su ilusión, hiciera frío o calor —la lluvia tampoco era impedimento—. Corría por la mañana y por la tarde, desde la Plaza de España hasta el barrio La Rubia, por la calle más transitable; el Paseo de Zorrilla. Ida y vuelta. Y únicamente por la calzada. Decía que por la acera la gente interrumpía su paso. A este joven de 27 años, de aspecto frágil, que trabajaba en un taller de encuadernación con otros chicos como él, las madres —intuyendo quizá que la suya muriera cuando él nació—, lo miraban con pena; los chavales con guasa; los más mayores como si fuera un tarado. Porque Jesús no corría como los demás; sus piernas —aunque su padre presumía que las tenía duras como el cemento—, se desplazaban con pasos cortos y cierta dificultad. Y tuvieron que pasar unos años para que, junto a la complicidad de la policía municipal y los conductores, finalmente todo el mundo terminara entendiendo su afición e interpretara como una estampa ciudadana eso de querer correr siempre solo y solamente para desafiar al autobús.
Bonito homenaje.
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Sin duda, un personaje muy peculiar.
Gracias por tu visita.
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Cuando era pequeño, este chico solía ir por el patio del colegio, y los chavales hablábamos con él. Era un experto en deportes, le podías preguntar de cualquiera, que sabía de todos.
Un buen día desapareció de la circulación y muchos nos temimos lo peor. Pero hace un par de años me pareció verle desde el coche, en dirección a la estación de autobuses. Prefiero pensar que simplemente se cambió de ciudad y se fue a vivir a otro lugar…
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Muchas gracias, Raul, por tu aportación. Cuando me decidí a contar esta historia, indagué por la zona por la que él se movía, y la verdad es que no encontré a nadie que me esclareciera algo más de lo que cuento en mi relato. Yo también quiero pensar como tú, que su vida sigue en otro lugar, aunque ahora me lo imagine con menos prisa… 😉
Un afectuoso saludo.
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