Conseguir su sueño y con él la felicidad tenía un precio, y con esa seguridad que proporciona el dinero le entregó al especialista varias fotografías informándole tajante, qué quería y cómo lo quería.
Tras seis meses de reformas concluyó la obra. Admiraba sus ojos, ahora verdes, dominando en esa explanada, tersa y ausente ya de bolsas, zanjas y patas de ave. Y donde antes había una napia aquilina oteando permanentemente sus pies, hoy asomaba una naricilla respingona protegida por un vigoroso pómulo a cada lado. Qué decir de esos rollizos labios y de ese mentón fino y altivo, compañero otrora de una extinta papada, coronando su rostro. Se centró después en sus pechos. Ahora desafiantes, generosos, lozanos y sin miedo a la gravedad. Y en sus glúteos. Descollando rumbosos, firmes y duros, tal y como lucía su actriz favorita en las fotografías que le entregó al reputado mago del bisturí.
No sabe cuánto tiempo permaneció así, contemplándose extasiada, cuando inexplicable y repentinamente se liberó de su embeleso y dirigiéndose a la imagen que reflejaba el espejo se le encaró malhumorada…
«Y tú, ¡quién coño eres!»
Esa pregunta a veces me la hago cuando me miro al espejo, sobre todo cuando después de haber estado muy atareada y un buen día, me dedico un ratito, jajaja.
Muy buen relato Rosy. Me alegro de volver a leerte.
Besicos muchos.
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Jajaja yo hay días que prefiero ni mirarme en el espejo. Gracias por pasarte por aquí, Nani.
Un besote.
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Nos conocemos poco y mal. Quizá por eso nos empeñamos en cambiarnos la nariz o el ojo izquierdo. Oye, y a veces funciona.
Buen relato, Paisana.
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Después de este parón vuelvo a las andadas… a ver si me paso por tu casa y me pongo también allí, al día.
Gracias por tu visita.
Un abrazo.
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