Quise irme de allí, de su lado y cariño, a un lugar cualquiera. No era mi momento. De lazadas ni de alianzas. Y tras hacer añicos su corazón le eché un pulso al mío y a mis veintidós primaveras. Cuando embarré bien mis botas y mis faldas se enredaron entre cardos y mil espinos, la melancolía, ávida de sus besos, me aconsejó retornar a sus brazos.
Llamé a su puerta. Me abrió una mujer delicada y serena. Una pitusa alojada en su regazo me trajo su mirada aceituna; un querubín aferrado a su pierna su ensortijado pelo. Pregunté por él pero no necesité respuesta… seis ojos me desvelaban que yo había muerto. Recogí mi turbación del felpudo y el bochorno de mis mejillas y partí de nuevo, pero mi estupidez todavía sigue allí, delante de su puerta.